Hace unos meses llegó a mis manos este testo, fundamentalmente me impresionó el personaje de Natalia. Después conocí a su autora. Este fin de semana viajé a la isla de la Palma y estuve en el mismo municipio donde hace unos años transcurrió la vida de esta mujer excepcional, por eso y porque estuve con alguien también especial que la conoció, he vuelto a leerlo y me ha apetecido recogerlo en este mi espacio. Gracias Encarna, por permitirme darlo a conocer.
Porque veo al final de mi rudo camino
que si extraje la mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales coseché siempre rosas. (Amado Nervo)
Por Encarna Morín
Nunca se hacía preguntas. El tiempo no le alcanzaba para tanto. Iba acechando la vida, tal y como ésta se presentaba, sin preocuparse de nada trascendental. Era una mula de carga, pero eso tampoco le importaba. Su preocupación inmediata consistía en sobrevivir cada día y tener trabajo al día siguiente. Lo demás, ni era relevante, ni le iba a resolver nada.
Llevaba una vida de subsistencia y en ella la pobreza más absoluta no dejaba espacio para las emociones. Al atardecer subía barranco arriba hasta su cueva. Milusa y sus cachorros la esperaban siempre en el mismo sitio para darle escolta. A sus gatos solos les faltaba hablar. Cuando partía almendras con una piedra ellos la rondaban, mimosos, esperando que les cayera alguna.
Allí, donde los gatos comían almendras -y lo que fuera- ella tenía su hogar. Una cueva puede ser un hogar si en ella habita gente que le da vida. Una mansión, por el contrario,
Por fuera de la cueva había un fogón, todo lleno de tizne. Junto al mismo estaban apiladas unas ramas secas que ella usaba para cocinar y dos o tres cacharros colgados a los lados, también negritos. En dos piedras a modo de banco se sentaba cada tarde al llegar a casa. Desde allí divisaba el mar, a lo lejos. Distante y misterioso, al final del inmenso barranco, estaba el Atlántico. Golpeaba con fuerza contra el acantilado y hasta ahí llegaba el rumor de las olas confundido a veces con el sonido del viento entre los pinos.
Había pocas cosas en su casa: una lata grande llena de gofio, otra con azúcar, un cañizo con algunos quesos y poco más. No conocía otra vida. Trabajaba de sol a sol. Pensaba constantemente en sus hijos. Por suerte, entonces nadie reparaba en limpiar su conciencia enviando niños a un centro de acogida, así que no intentaron rescatarles de su pobreza emprendiendo una cruzada con ellos. Aunque alguna vez le habían hablado de adopción. Quien osó hablarle de ese asunto solo pudo hacerlo una vez. Ella no transigía en este tema. Sus hijos eran sus hijos y no iba a separarse de ellos nunca, jamás. Ahí perdía su parsimonia habitual y se transformaba en una loba.
La vida se le había ido en luchar para sacarles adelante, pero no sabía ni hacer una o con un canuto. Eso no significaba que nadie la engañara. A los chicos les mandó a la escuela del pueblo, mientras pudo, para que aprendieran a leer y las cuatro reglas. Luego, cuando fueron grandecitos los tuvo que llevar con ella al campo. Todos los brazos eran pocos para trabajar, aún cuando de ninguna manera podrían con ello remontar su pobreza.
El maestro de la escuela del pueblo tenía fama de violento. Era un militar de posguerra venido de Ceuta. Al hijo de su amiga Rosa le daba unas palizas tremendas. Cuando la asustada madre vino a dar con él, salió trasquilada si venía por lana. Entre insultos e improperios la sacó de allí violentamente.
-¡Quítese de mi vista, o de una patada le saco al que lleva en la barriga! -dijo el milico impostor de maestro- Al parecer estaba en aquel pueblo perdido de la mano de dios, como castigo por alguna barrabasada que llegara a cometer en Tenerife, destino preciado que no abandonó por su gusto. Allí despachaba justicia en la unitaria del pueblo, agrediendo a diestro y siniestro a los chicos de la escuela -por lo que ocurría dentro y por lo que pasaba fuera- con sus propios hijos y hasta con su señora esposa, mujer temerosa, obligada a aquel exilio muy a su pesar.
Por todo ello Natalia intentó no ponerle a sus propios hijos a tiro, pues el energúmeno debía pensar que aquellos hijos sin padre, que habitaban en las cuevas del Castillo, no merecían consideración alguna en el trato. Manolito no le conoció, pues para cuando él estaba en edad escolar, la señorita Araceli cubría la plaza del violento, posiblemente ya jubilado, o quizá muerto ahogado en su propia bilis. Años más tarde aún se le recordaba por aquellos lares por su crueldad paternalista, como buen maltratador.
Siete hijos, se dice fácil... siete hijos de seis padres tuvo Natalia. Todos registrados en el Ayuntamiento, para que al menos supieran su fecha de nacimiento. Que no les pasara lo que le ocurría a ella, que nunca supo que día nació, ni siquiera el año exacto, ya que su madre lo dejó pasar y la anotó allá que pudo y hubo de ir hasta el pueblo por algún otro asunto. Así que en los papeles ella era varios años más joven.
Cerca de su cueva, a unos minutos de camino, vivía Pancha. Allí paraba a veces a tomar un café y hablar un rato con ella. No tenía otra familia. Pancha la sacaba de algún apuro y siempre que podía le daba trabajo. Nunca hablaron de cuanto se querían. Las palabras sobraban entre ellas. Se tenían una lealtad absoluta y un respeto sin límites. Cuando algo la apabullaba de verdad, Natalia iba a pedir consejo su amiga. Llegaba silenciosamente y se sentaba en el patio, mientras se colaba el café ella contaba lo que venía a ocuparla en ese momento.
Pancha tenía un hombre en su casa -su marido-. Tener un hombre era entonces tan importante como ahora. Natalia había tenido varios hombres en su vida. Estuvieron por un tiempo más o menos breve, según las circunstancias. Pero ninguno de ellos optó por quedarse. Incluso, alguna de las familias de éstos, alarmada, llegó a fletarle rumbo a Venezuela, lejos de la isla y sobre todo de Natalia. No solo no se quedaron, y para ello estaban en su legítimo derecho, sino que la dejaron con sus hijos eludiendo su responsabilidad. No tuvo ayuda de ninguno de ellos, ni tan siquiera el debido reconocimiento por llevar en solitario el trabajo de ambos. Tampoco este respeto lo obtuvo de la gente del pueblo, más ocupada en juzgar que en valorar.
Digamos que tampoco eso le quitaba el sueño. Ella sabía bien quién era el padre de cada uno y así se los hizo saber a sus hijos, no fueran a creer que no tenían orígenes.
Por lo demás, sabía hacer de casi todo. La puerta de la cueva la hizo con sus propias manos, bastaron una tablas de cajón que su hijo Tomás trajo un día. Ningún trabajo se le resistía por duro que fuera. Su cuerpo menudo no reflejaba su fuerza.
Natalia no sabía de letras, no le quedaba tiempo para ello. Sin embargo, siempre supo que su pequeño Manuel era ciego pero inteligente. No es que le quisiera ni más ni menos que a los otros. Pero le veía más desvalido, así que intentó llevarle a algún colegio pensando en el futuro. Había oído hablar de centros para ciegos donde los niños leían con los dedos
El niño quedaba en la cueva mientras todos salían a trabajar, con la promesa de no moverse de allí, pero él -digno hijo de su madre- no iba a conformarse con permanecer pasivo sin saber qué podía haber más allá del territorio conocido. Y se movía a rastras. Sentado, poco a poco, aunque desgarrara sus únicos pantalones que luego Pancha remendaría enfadada. -Este niño un día nos va a dar un buen susto- exclamaba resignada.
Manolito recorría los alrededores de la cueva y cada vez ampliaba un poco más sus fronteras. Hacía montoncitos de hierba para los conejos, que luego perdía y debía volver a empezar a juntar de nuevo. Pero respiraba aire, se construía su mundo, escuchaba el rumor del viento y el canto de las grajas. Luego volvía a la cueva donde, a buen recaudo, Natalia le había dejado el agua y la comida.
Un día brincaba, loco de contento, escuchando el eco de sus saltos. Dos buenas nalgadas le pararon en seco. Era la primera vez que su madre le pegaba. Así por sorpresa y sin que fuera la hora, volvió a casa. El niño saltaba sobre unas tablas podridas debajo de las cuales había un aljibe. La madre casi se muere del susto. Si llega a pasarle algo al niño, no le iba a alcanzar la vida entera para llorarle.
En una ocasión debió hacer un largo recorrido hasta el pueblo vecino, caminando por senderos y veredas durante varias horas por un requerimiento del médico, para terminar diciéndole de muy malos modos:
-Señora, ¿no ve usted que este chico es ciego y que no tiene solución?
Ella, ni palabra... no dijo nada, ante ese señor importante nada tenía que decir. Recorrió el camino de vuelta con sensación de amarga derrota, pero con la idea clara de que a cualquier precio buscaría una salida.
El siguiente viaje largo que hizo con su hijo de la mano fue para visitar al representante del gobernador. Se sentaron a la puerta, y ni forma de que les recibiera. Pero de allí no se movió hasta que un subalterno compadecido, les hizo pasar donde el secretario. Éste, tomó nota de la demanda. "Que el chico vaya a Sevilla, donde dicen que hay un colegio para ciegos" -esa era su petición firme-.
Lo que sacó en claro de esa visita fue la vaga promesa de que se estudiaría el caso. Con lo que no contaban ellos era con su tenacidad. Hizo varias sentadas más en aquel vestíbulo, lleno de majestuosos cuadros, hasta que alguien, conmovido le resolvió el problema: el niño, por fin, viajaría a Sevilla.
-Hijo, no te preocupes, desde que pueda iré a verte. Voy a pagarme el pasaje limpiando el barco. Tú, me esperas y te portas bien. Estudia mucho. -Le despidió un día con estas palabras y le encomendó a don Pedro, quien iba a Sevilla con su propio hijo al mismo colegio-
La siguiente vez que en el pueblo se habló de Natalia fue para criticarla de nuevo, esta vez para juzgar la manera en que había desembarazado del hijo, sin importarle hacia donde le mandaba.
Solo ella supo lo duro que había sido. No sabía cómo se iba a adaptar, le echaba de menos. Sentada en la puerta de la cueva lloró más de una vez al llegar y no encontrarle. ¿Quién podía tener derecho a opinar sobre su vida si sola se las había arreglado siempre? Las interminables dudas de si estaría bien cuidado, si podría adaptarse a lidiar con gente desconocida... confiaba en su criterio, pero siempre le quedó una sombra de inquietud, típica de su rol de madre.
-Que no te preocupes mujer, que el chico estará bien, aquí no le quedaba más salida que vivir de la caridad de los hermanos el día que tu faltes -le decía Pancha con intención animarla.
Cuando Manolito llegó al colegio no tenía una noción clara del tiempo que le llevaría estar allí. No tenía idea de las distancias, del tiempo en que tardaría en volver, ni tampoco de que aquella casa dejaba de ser su casa. Tomó conciencia de que estaba lejos y solo, cuando perdió la cuenta de los días que habían transcurrido desde que saliera de la cueva y de su isla.
Aquella Navidad, en la que aún andaba medio desubicado, escuchó en la capilla del colegio sermones y misas de sacerdotes enfebrecidos que pretendían demostrar la originaria pobreza de la Iglesia.
-Jesús nació en una cueva ¿quién de vosotros puede decir lo mismo? ¿Alguno de vosotros ha nacido en una cueva?- el cura desafiante mira al auditorio y la mano del niño que se levanta.
Rápidamente, reconduce la situación, ante la sorpresiva intervención de aquel chico que ignoraba que a él las respuestas no le interesaban en absoluto.
-Sí, aquel dice que nació en una cueva, pero no entre una mula y un buey, ni huyendo de Herodes, ni le fueron a aclamar los pastores, ni tampoco había una estrella que indicaba la buena nueva -. Ahora el predicador exultante de gloria con su propio alegato dejaba claro que dios nació pobre y que él era su portavoz autorizado.
Manuel extrañaba a Natalia, pero pensaba que estaría resolviendo lo del pasaje limpiando el barco, y se aferró a esa esperanza, pues ella siempre cumplía sus promesas. Recordaba su barranco y su cueva, los gatos rondándole, también el paquete de galletas que una vez dejaron los Reyes Magos escondido entre unas piedras, los olores del campo que transportaba el aire... pero en Sevilla aprendió rápido a leer, a sumar, a multiplicar. En poco tiempo se volvió un ávido lector y un estudiante aventajado.
Volvería a Garafía al verano siguiente. La madre no cabía en sí de orgullo al oírle leer. Allá que supo que el obispo estaba en el pueblo confirmando a la gente, cogió el niño y su libro de las Sagradas Escrituras y entró por el centro mismo de la iglesia, saltándose todas las normas, pues la ocasión se justificaba.
-Señor obispo, escuche a mi hijo ciego leer - Todos quedaron pasmados, sin posibilidad de respuesta, y Manolito comenzó a leer velozmente con sus dedos.
El merecido aplauso para Natalia no llegó, ni siquiera una felicitación mínima. La misa siguió como si allí no hubiera pasado nada relevante, pero desde entonces la rumorología del pueblo la dejó en paz.
Ella siguió viviendo en la cueva hasta el final de sus días. Desde allí salió para ir al hospital. La muerte le sobrevino cuando aún era una mujer madura de cincuenta y cinco años. Su cuerpo cansado no podía más. Se rindió, y eso lo supo el día en que tiró para afuera de la puerta de tablas, le encomendó a Pancha las cabras, y se subió a la yegua del marido de su amiga, que la llevaría al médico. En ese momento tiró la toalla.
En el colegio no sabían cómo dar la noticia a Manolo, así que durante dos semanas, comenzaban las oraciones del día pidiendo por El Caudillo, los gobernantes y también por la resentida salud de la madre de Manuel Santana.
Al cabo de las semanas, el director le llamó a su despacho y le dio por fin la mala noticia: su madre estaba gravemente enferma. A la mañana siguiente, después de las peticiones de rigor la oración por la madre de Manuel fue con la coletilla: "Que en este momento está en el cielo". Así que explicado de esa forma, no le dieron la oportunidad de llorarla entonces, ni de elaborar su duelo, ni siquiera de compartir en algún hombro su pena. Obligado a reprimir su llanto, se aferraba a sus recuerdos, lo que no dejaba de desatarle más dolor. El niño contaba entonces con trece años y la última imagen de su madre la situaba al pie del barco mientras le despedía. Ya entonces su salud estaba dañada y él lo percibió en su voz.
Cuando ella murió, se sintió absolutamente desamparado. Conservaba su olor. Los colores solo son palabras sin sentido para él, pero los olores, los sonidos y la piel son sus percepciones mejor conservadas. El olor de Natalia estaría para siempre mezclado con el de aire limpio y naturaleza exuberante. Sus abrazos habían sido siempre el refugio más seguro en el que guarecerse.
Tras el colegio de Sevilla vino el de Madrid, las vacaciones en casa de Pancha y más tarde la universidad y su traslado de isla. Todo con muchos esfuerzos. Pero nunca olvidó la cueva. Ésta, sepultada por la maleza como un santuario, conservó durante mucho tiempo la puerta de tablas y el fogón de la entrada con sus calderos tiznados. Aunque con el tiempo se volvió inaccesible pues la zona fue construida y por allí cerca se trazó una carretera. Apareció por fin su legítimo dueño y registró la propiedad, de esta forma se puso fin a la discusión de si Natalia y sus hijos tenían o no algún derecho sobre el huequito en la montaña. Los tataranietos de la gata Milusa, ajenos a todo, aún pululan por allí donde no faltan lagartos y ratones que llevarse a la boca.
Debieron pasar bastantes años hasta que los hermanos decidieron juntarse. Llegados de distintas islas y hasta desde otro continente. Antonio, con acento venezolano –que es muy parecido al palmero- escribía y leía braille, otro era un poeta anónimo que creaba décimas con una habilidad increíble, aunque solo las cantaba en alguna fiesta de pueblo con un par de rones entre pecho y espalda y de dónde más de una vez hubo de salir corriendo por faltón. Manolito ahora era profesor.
Intercambiaron fotos y direcciones y se encaminaron a la cueva. Pero quiso el destino que no pudieran llegar, porque en la mitad del camino la furgoneta se averió. Hablaron de Natalia largo y tendido. Aceptar la muerte es más fácil al cabo del tiempo. Al final se torna en una larga despedida que no deja de vivirse como una pérdida. Trajeron recuerdos y anécdotas al presente donde todas las penurias pasadas dejaron de ser importantes. Y luego cada uno volvió a su vida, aunque ahora con la sensación de rendir un merecido homenaje a su madre, permaneciendo unidos entre sí aunque les separara la distancia. Dionisio, el segundo hijo, auguró que esta sería la última vez en que se juntaran todos, nadie quiso creerle, pero así fue.
Hace poco he visto la cueva, mejor dicho, lo poco que de ella queda. Ahora sí que está inaccesible de verdad. Un tractor la dejó guindada en lo alto, con apenas la décima parte de su bóveda. Hemos tenido una sensación de estafa. Viajar durante horas para ubicar la cueva... para encontrar en su lugar un montón de gravilla y una obra en construcción. Manolo se frotaba las manos, decepcionado, y todos hemos querido quitarle importancia. Yo... no tengo problema con eso, en realidad he visto esa cueva muchas veces, cada vez que él me la ha descrito. Aún la veo cuando me habla de ella. He visto a Natalia, a las cabras, a Pancha, a Milusa, a los conejitos... he visto ese barranco precioso que es un regalo de la naturaleza y he respirado el aire limpio lleno de olores, y lo más importante: Natalia me aportó un hermano entrañable con el que comparto mis avatares.